sábado, 19 de octubre de 2013

Un tesoro de ambigüedad. Análisis de la isla del Tesoro, de Stevenson

Rescatamos hoy un artículo de Fernando Savater sobre esta maravillosa novela.



La narración más pura que conozco, la que reúne con perfección más singular lo iniciático y lo épico, las sombras de la violencia y lo macabro con el fulgor incomparable de la audacia victoriosa , el perfume de la aventura marinera --que siempre es la aventura más perfecta, la aventura absoluta- con la sutil complejidad de la primera y decisiva elección moral, en una palabra, la historia más hermosa que jamás me han contado es La isla del tesoro. Raro es el año que no la releo al menos una vez; y nunca pasan más de seis meses sin haber pensado o soñado con ella. No es fácil acertar a señalar la raíz de la magia inagotable de este libro, pues como toda buena narración sólo quiere ser contada y vuelta contar, no explicada o comentada. Recalco que no digo que sea imposible comentarla o explicarla, sino que afirmo que no es eso lo que ella quiere, lo que pide a la generosidad de su oyente o lector. Nada más sencillo, empero, que señalar algunos de sus evidentes encantos parciales: la impecable sobriedad del estilo, el ritmo narrativo que parece resumir la perfección misma del arte de contar, el vigoroso diseño de los personajes, la sabia complejidad de una intriga extremadamente simple... Una primera lectura Podría dar la impresión de que es la historia de una figura fabulosa, John Silver; pero después se advierte que el personaje realmente desconcertante, el héroe en todos los sentidos del relato, es Jim Hawkins, cuya mirada fija en Silver es la que da a éste todo su enigma. Es tentador comparar la relación entre el grumete y el cocinero de la Hispaniola con la que une a Ismael y Ahab; pero sería erróneo considerarlas simétricas. Cierto es que tanto Ismael como Jim se ven obligados a realizar la elección ética fundamental ante la exhibición de energía indomable de los dos feroces cojos que les agobian; cierto es que Ahab y Silver pulverizan la blandura de la moral cotidiana, gremial, mostrando la realidad invulnerable de la auténtica voluntad libre y no menos cierto que ambos logran aterrorizar y repeler a los civilizados, enmadrados casi, Ismael y Jim. Pero aquí se acaba el aspecto positivo de la comparación, porque las reacciones de éstos son diametralmente opuestas ante el reto de sus fulminantes tentadores. Ismael elige desde el primer momento contra Ahab; su fascinada simpatía por el capitán del «Pequod» se basa precisamente en el nostálgico sentimiento de saberse lo opuesto a él; Ismael ama el mar como una alternativa terrible, pero excitante a su verdadero mundo cotidiano, la tierra; Ahab ignora la tierra, a la que no pertenece, y es el mar, el monstruo blanco y el profundo abismo. En el océano de Ahab, Ismael desaparece; sólo sale a flote un instante, para  contar su dicha anti-ahab de sobar la grata blandura de la esperma; cuando finalmente reaparece, es porque Ahab, la ballena y todo lo que ellos representan ha desaparecido en la propicia negrura de la memoria, desde la que comienza a contar: llamadme Ismael... Pero Jim. acepta el reto de Silver y combate en el terreno mismo del pirata; en realidad, como el cocinero cojo le recuerda, llega a ser el único verdadero bucanero, además de Silver: el dinámico cachorro de una raza extinta. Por eso Jim no se difumina al entrar en el peligroso terreno de los piratas -el mar, la isla sombría y pantanosa, las secretas profundidades de la goleta...-, sino que cobra más y más fuerza, se reafirma de narrador en protagonista, se cuenta a sí mismo (mientras que-Ismael cuenta a Ahab) y al final termina por desdoblarse: parte de él, del tesoro, se va con Silver y parte queda con los representantes del orden establecido... ¡Ah, aún más, pues el último pensamiento de Jim al final de la novela es para las barras de plata que aún permanecen en la isla y que, dice tranquilamente, «por mí, allí pueden quedarse! » Serenidad peligrosa, profundamente ambigua, como todo en esta desconcertante historia.


Esta radical ambigüedad es el secreto o, si se prefiere, el tesoro de este cuento impar. El mundo plurivalente de la adolescencia, es decir, el mundo del momento inmediatamente previo a la invención de la necesidad, alcanza aquí su más alta cristalización literaria (si se quiere, con exclusión de Otra vuelta a la tuerca, de Henry James). Nunca la vocación del juicio tajante y definitivo que el moralismo se cree siempre en condición de dictar se ha visto tan irremediablemente frustrada. John Silver, hipócrita, asesino y traidor, lucha por apoderarse de un tesoro que pertenece mucho más a los piratas que habían penado y padecido por ese oro que a los acomodados aventureros que tratan de hacerse con él a favor de las circunstancias. Su postura con Jim. es siempre perfectamente leal, incluso cuando le engaña, como lo fue la de la serpiente con Adán y Eva; finalmente le salva la vida, la vida de asesino Y ladrón que Jim ha decidido fabricarse en la isla de los bucaneros. La figura intrigante de Jim Hawkins acumula inacabables ambivalencias: espía que todo lo ve y todo lo oye, circula de un bando a otro en un tráfago vertiginoso y equívoco, incapaz de aquietarse en un campo, fiel solamente a su condición de prófugo, de infiltrado. Su igura aparentemente frágil se revela a cada paso como la más fuerte del relato, como la más hábil e implacable, pero también como evidentemente infantil; es el catalizador de la acción, el que tira de nuevo los dados cuando la historia se remansa en un aparente equilibrio, el acicate inexorable de la aventura. Y ¿qué diremos de otras paradojas menores, como la de ese Ben Gunn andrajoso y millonario, pirata arrepentido, espantapájaros que arbitra irremediablemente la situación? Es el más inepto y ridículo de los sicarios de Flint, pero el único capaz de hacerse pasar por Flint como voz espectral entre los árboles, porque es dueño de la herencia del pirata: ¡el verdadero legatario del capitán Flint es ese fantasma lamentable, al que sus compañeros no respetan ni muerto ni vivo! Y los dignísimos esquires Trelawney, doctor Lívesey y demás revelan una sospechosa aptitud para el fraude y la alianza más oportunista que oportuna, además de otros rasgos dé ética decididamente pragmática, como su avidez auténticamente filibustera por las riquezas ,.de la isla. Aunque no Puede decirse stricto sensu que nadie se salga de su papel (¿excepto Jim?) y todos respetan más o menos la convención de sus respectivas condiciones, el transcurrir de la historia se encarga de poner en solfa implícitamente la confianza que cada personaje deposita en su propia lógica. Todos saben hacer buenos discursos racionalizando su conducta, pero de vez en cuando se les escapa un pequeño suspiro revelador, como ese momento en que Trelawney, al iniciar la navegación hacia el tesoro, confiesa que admiraba al viejo Flint y que se alegraba de que fuera inglés...
La palabra «peripecia» viene de la griega peripetéia, que significa mudanza súbita de la fortuna, repentina vuelta de las tornas. En sentido etimológico, las peripecias de Jim y de John Silver son realmente vertiginosas. De buen hijo de una modesta familia, que ayuda a sus padres al mantenimiento del negocio familiar, Jim se convierte, insensiblemente, en confidente primero y luego atario de un viejo pirata de la' tripulación del gran Flint. Sin embargo, es cómplice de otro filibustero ciego que entrega al primero la «mota negra», ultimátum al estilo bucanero, y su forma de cobrar la herencia que implícitamente le corresponde se parece bastante al hurto. De aquí pasa a detonador de la expedición, al descubrir y hacer público el mapa del tesoro; la definitiva ruptura n su vida anterior se hace evidente cuando retorna a la posada despedirse de su madre y encuentra que ésta le ha sustituido por un chico de su misma edad para que la ayude en las faenas del albergue: ese intruso que ocupa su hueco en la normalidad le desarraiga definitivamente, le proyecta a la aventura. Se convierte en grumete de la Hispaniola y pinche del cocinero Silver, de quien se hace amigo y fiel oyente de las historias de piratas que le cuenta, en las que ya se prefiguran sus propios avatares. Pero él es quien espía y denuncia el complot de los filibusteros, agazapado en el barril de manzanas como si fuese el duende del barco, un poltergeist marinero... y silencioso. Desde que llegan a la isla del tesoro, Jim entra en frenesí de huidas: primero salta al bote de Silver, cuyo juego ha descubierto, escapando de los que se supone que forman su bando (Trelawney, Livesey, etc... ); en cuanto toca tierra, huye también de Silver y el resto de los piratas, para perderse solo por la isla. Encuentra al eremita Ben Gunn, cuya desconfianza ante este desconcertante tránsfuga hace eco del excitado malestar del lector por tan nada evidente comportamiento. Vuelve a incorporarse a sus antiguos compañeros los «legales» en el viejo fortín, guerrea con ellos como un soldado más y de nuevo los abandona subrepticiamente al caer la noche. ¿Cuál es su objetivo? ¡Apoderarse de la Hispaniola! El chico de la posada, el grumete, el espía, el amigo de Bill Bones y de John Silver, convertido decididamente en pirata se lanza al abordaje de la goleta. Y la conquista, y la timonea hasta una lejana cala y manda en ella: ya es el capitán Jim Hawkins. ¿De la Marina Real? Pese a que hace arriar la bandera negra, sus procedimientos son más bien de bucanero que de oficial de su Graciosa Majestad: dejémoslo en corsario, para ser justos. En cualquier caso, se revela como un capitán enérgico, que no vacila en matar al amotinado Isarel Hands para conservar su dominio en el buque conquistado. ¿Dónde está ahora el asustadizo y piadoso criado del Almirante Benbow? Vuelve al fortín y casualmente se encuentra en pleno campo pirata, de nuevo cómplice y confidente de John Silver. A la mañana siguiente, el doctor Livesey le reprocha amargamente su comportamiento y le exhorta a que huya con él, pese a la palabra de honor de no hacerlo que ha dado a Silver. Pero Jim se niega, no puede irse: él, que burla sin empacho todas las promesas de obediencia que hace al capitán Smollet y a Trelawney, concede obligatoriedad inexcusable al juramento hecho al pirata, acatando así implícitamente la omertá de los Hermanos de la Costa. Finalmente, es con John Silver con quien parte en busca del tesoro y cabe preguntarse qué habría sucedido si hubiese sido el filibustero quien encontrase el oro de Flint; en todo caso, la paciente rapacidad de Benn Gunn el solitario lo había puesto ya a buen recaudo, evitando quizá a Jim la ocasión de otra transformación más.
La figura de John Silver, por su parte, no padece menos peripecias. La primera ha ocurrido antes de que comience la narración y le ha llevado de cabo de mar del Walrus de Flint a tabernero de «El Catalejo», de Bristol, según sabremos al escuchar con Jim desde el barril de manzanas. De ahí pasará a cocinero de la Hispaniola, cargo «oficial» que simultanea con el de cabecilla del motín de piratas que se fragua en la goleta. Asesino implacable de los marineros leales al capitán Smollet, nada más llegar a la isla se arroga el título de «capitán» Silver, siendo, junto con Smollet mismo y Jim, el tercero con ese grado que aparece en uno u otro momento de la novela[1].  Pronto invierte los papeles y de ser el asaltante encarnizado del fortín, llega a convertirlo en su refugio, dejando a los «legales» el papel de merodeadores sin cuartel. Su ambigua postura de protección y utilización de Jim le enfrenta con el resto de los piratas, que le envían la mota negra; pero él sofoca la rebelión exhibiendo el mapa del tesoro que los «legales» le han concedido con sospechosa facilidad. ¿Cree realmente que tiene oportunidades de encontrar las riquezas de Flínt o cumple hasta el final el ritual de la búsqueda como un medio de librarse de sus peligrosos y decepcíonados compañeros, a los que lleva a una trampa? Lo cierto es que, en la emboscada final, él colabora con los «legales» matando al cabecilla del reciente amotinamiento contra su autoridad. Finalmente, Silver se incorpora tranquilamente de nuevo al grupo triunfador y responde a la interpelación de Smollet: «He vuelto a mi deber, señor», a lo que el capitán legal no sabe o no quiere contestar. Radicalmente transformado, incluso participa de la fiesta de despedida de la isla, como uno más de los vencedores: «Allí estaba Silver, sentado detrás, casi fuera del resplandor del fuego, pero comiendo con fiero apetito, solícito para acudir cuando algo faltaba y hasta participando, discretamente, de nuestras risas; el mismo suave, cortés y obsequioso marinero de nuestra primera travesía.» Todavía le queda por exhibir una última faceta, cuando huya con una modesta parte del tesoro, merced a la complicidad de Benn Gunn... y la tácita complacencia del resto de los «legales», felices de verse libres de él y de la problemática necesidad de juzgarle. Hay en el último capítulo un momento particularmente impresionante, cuando antes de zarpar definitivamente de la isla, la brisa nocturna trae hasta el doctor Livesey y Jim un rumor de risas o alaridos lejanos. Son los últimos piratas, que vagan espectrales por la isla, definitivamente mezclados con los restantes fantasmas de la tripulación de Flint. Sus gritos se deben a la embriaguez desesperada o al delirio de la fiebre, y el doctor Livesey se apiada de ellos e incluso piensa si su deber no será ofrecerles los servicios propios de su profesión. Silver, muy en su nuevo papel, como lo estuvo en todos los anteriores, le disuade de ello, pues aquellos hombres ni respetan la palabra dada, dice, ni entienden que otro la respete. Livesey le responde indignado que su caso no es precisamente diferente) a lo que Sílver nada replica, aunque la evidencia de la diferencia salta a la vista: Silver está allí y no con los espectros, lo que prueba que sabe muy bien a qué palabras hay que ser fiel... Sus antiguos compañeros debieron llegar también a esta misma conclusión, como refrenda significativamente que la bala que un pirata rabioso dispara contra la goleta que se aleja pase a pocas pulgadas sobre la cabeza de Silver.
Pero lo que intriga sumamente al lector reflexivo, al de segunda lectura (que no siempre es el mejor), es la relación entre Jim y John Sílver. Si algún psicoanalista se ha ocupado de esta novela, lo que ignoro, no habrá dejado de hacer notar que el relato se inaugura con la muerte del padre de Jim y se cierra con la desaparición de Silver, que oficia como imago paterna del muchacho durante toda la novela: vista así, toda la narración puede ser escuchada como una meditación sobre la orfandad o, si se prefiere, como esa aceptación de la soledad que señala la entrada del adolescente  en la edad adulta. Silver, indigno, pero estimulante, peligroso, pero también auxiliar si sabe conquistarse su ayuda, tan virtuoso de la hipocresía que llega a convertirla en una forma insólita de franqueza, es el padre que enseña a renunciar a los padres, el padre cuya asombrosa fuerza y libertad instaura una ley que rebate toda pretensión legisladora. Sólo por vía de su propia entrega a la más radical independencia y al coraje más incondicionado, conquista Jim, el derecho a ser ayudado y a ayudar a John Silver: a precio de valor y libertad vende el derecho a su complicidad al más fuerte. Pero no quiero hablar en un lenguaje que no es el mío y dejo las metáforas familiares para los profesionales de tales pasatiempos. Yo quisiera plantear el asunto en términos, por decirlo así, morales: Jim tiene que decidir si su campo es o no es el de los piratas o, por decirlo como brutalmente lo diría un niño: si John Silver es bueno o malo. Y aquí no vale retreparse en la beata superioridad del relativismo adulto, que ya sabe que según y c mo, mire usted, y que todos somos buenos y malos. Porque estamos en la más grande aventura, entre piratas y en peligro de muerte, con un incalculable tesoro en juego, y es preciso decidir bien o perecer en el empeño. Jim advierte que hay dos modos de hacer las cosas, dos modos contrapuestos -el del capitán Sinollet y el del capitán Silver- y que ambos son, bien jugados, capaces de insospechados recursos de fuerza y de admirables conquistas. Toda su educación primaria, todo el lenguaje que le ha sido dado, le inclina a respetar e imitar el del capitán Smollet, y a no buscar salvación fuera de él; pero, y éste es el argumento soterrado de la narración, los acontecimientos le proyectan al mundo de los piratas, brindándole la profunda tentación de la piratería, es decir, la insinuación de que para ganar un auténtico tesoro de filibustero hay que hacerse de algún modo filibustero. En este punto aparece John Silver, maestro de bucaneros, y le brinda gratuitamente su irresistible lección. El camino de Smollet no lleva al tesoro, no tiene ninguna relación de simpatía con el tesoro; el de Silver es la promesa constante de él. En último término, Silver se escapa con lo más precioso del tesoro, esto es, con el ánimo de Silver y su andadura: son riquezas que nadie puede robarle al pirata. Hay un momento crucial en el relato donde Jim y Silver se sinceran uno con otro, todo lo que sus respectivos papeles autorizan. Cuando Jim entra en el fortín tras esconder la Hispaniola y cae inesperadamente en manos de los piratas, creyéndose perdido proclama todas sus actividades contra ellos -espionaje desde el barril, robo de la goleta, etc...- y admite haber llevado la batuta del juego en todo momento, ofreciéndoles con singular desfachatez interceder por ellos si le perdonan la vida. Después, se dirige a Silver y le dice lo siguiente:
«Y ahora, señor Silver, yo creo que es usted aquí el que más vale, y si las cosas vinieran a lo peor, yo le agradecería que hiciese saber al doctor la manera como he tomado esto.»
«Lo tendré en la memoria -dijo Silver, con un tono tan raro que no podía yo deducir, con todo mi empeño, si se estaba riendo de mi petición o si mi valentía le había llegado a impresionar favorablemente.
Este breve diálogo es particularmente significativo. Jim. acaba de exponer su comportamiento piratesco, su reválida de las enseñanzas de Silver y pide a éste, que es el más indicado para comprenderle, que explique a los «legales» la inevitabilidad de tal comportamiento dada la empresa en que se habían empeñado: si se quería vivir realmente la búsqueda del tesoro, había que vivirla como un pirata. Ahora bien, Jim, que ha probado suficientemente a Silver y a sí mismo sus aptitudes de filibustero, se ha ganado también realmente, no como resentimiento o timidez, el derecho a rechazar la piratería, que es lo que hace solemnemente en ese momento e incluso ofrece a quienes le escuchan la posibilidad del arrepentimiento. Desde ese momento, Jim comienza a desentenderse del tesoro, hasta su declaración final de que nada del mundo le haría volver a buscar el resto de las riquezas escondidas en la isla. Su prueba ya ha pasado, su elección está hecha. ¿0 no ... ? Porque aún escruta a Silver para ver si se burla o aprueba su proceder; porque no huirá al día siguiente con el doctor, para no faltar a la palabra dada al pirata; porque, a fin de cuentas, ¿qué hubiera pasado si fuese John Silver quien llegase a encontrar el tesoro? Ni Stevenson ni nadie puede saberlo; afortunadamente, la narración no tiene otra determinación definitiva que los hechos mismos que la forman y que permanecen hasta el final reacios a cualquier interpretación concluyente.
En resumen, yo he leído y leo La isla del tesoro, como una reflexión sobre la audacia. Jim Hawinks es, indudablemente, audaz desde su primera aparición en la novela, pero por sí mismo no sería capaz de explorar todos los aspectos de su don, sobre todo aquel momento transgresor sin el que no puede decirse que haya audacia verdadera. Esta es la virtud de John Silver: mostrarle a Jim el rostro demoníaco de la audacia. Y no cabe duda de que Jim aprovecha la lección sobradamente, sin retroceder ante ninguno de los aspectos violentos, rapaces o desoladores de la audacia demoníaca. Y esto hasta el final, hasta su domesticada y tranquilizadora incorporación definitiva a los «legales». También este repliegue es un gesto de audacia, quizá el mayor de todo el relato, el que se venía preparando esforzadamente en todas las peripecias anteriores. A fin de cuentas, ¿no es el mismo demoníaco John Silver quien le enseña a Jim las virtudes tácticas de la oportuna incorporación a lo legal? «Señor, he vuelto a mi deber». ¡Ah, viejo zorro y que incomparable audacia, que espléndida lección de libertad! ¡Desoladora y desengañada audacia de la libertad! Jim acepta el reto como un auténtico pirata, dispuesto a ir hasta el final de la aventura. En lucha sin cuartel, por astucia y muerte, ha conquistado el barco, la isla y el tesoro; ahora llega la prueba más difícil, la hora de la renuncia y tampoco flaquea su audacia en este trance. Ya puede desaparecer John Silver entre el tumulto del puerto, pues el juego ha sido jugado y bien jugado, hasta el final. Así la razón audaz ha impuesto su orden y quizá pronto Jim llegue a squire: pero el sueño, ay, el sueño es indomeñable. Allí sigue otra leyenda sin tregua. Allí rompe incesante la marejada contra los acantilados de la isla remota y la voz de loro del espectro sin reposo de Flínt continúa gritando: « ¡Piezas de a ocho! », « ¡Piezas de a ocho! », como si nos llamase de nuevo a la aventura.

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