sábado, 19 de octubre de 2013

DANIEL PENNAC, COMO UN NOVELISTA


Uno de los dos primeros libros publicados por el escritor francés Daniel Pennac fue un pequeño ensayo, algo inusual por su risueña irreverencia, sobre esa grata ocupación que es el buen leer titulado "Como una novela". En el breve libro Pennac, desechando cualquier alarde erudito, esquivo y enrevesado, a la que nos tienen acostumbrados los anacrónicos estructuralistas y demás grey de críticos franceses, intenta enumerar las razones por las cuales debemos convertir la lectura en una aventura incierta, la cual debe vivirse como si se tratara de una novela, avanzando siempre con la curiosidad necesaria de averiguar que nos depararan las páginas escritas más adelante.

El texto de "Como una novela",  brindó a Pennac cierta popularidad debido, quizá, a que su interlocutor inmediato era el lector común. Pennac se metía en los zapatos de un lector voraz, echando mano a su propia experiencia lectora. De esta manera iba postulando sus observaciones llenas de amenidad, humor y clara sencillez: "La lectura, ¿acto de comunicación? ¡Otra buena broma de los comentadores!. Lo que leemos lo callamos.  El placer del libro leído casi siempre lo guardamos en el secreto de nuestros celos. Sea porque no vemos en ello materia para el discurso, sea porque, antes de poder decir una palabra sobre él, tenemos que dejar que el tiempo haga su delicioso trabajo de destilación. Ese silencio es el garante de nuestra intimidad. Ya leímos el libro pero todavía estamos en él. Su sola evocación abre un refugio a nuestras repulsas. Nos preserva del Gran Exterior. Nos ofrece un observatorio colocado muy por encima de los paisajes contingentes. Leímos y nos callamos. Nos callamos 
porque leímos". Este pasaje extraído del libro demuestra que Pennac sólo buscaba reivindicar el hecho de leer, sin otro propósito que la curiosidad y el placer. El librito pecaba, no obstante, de una sentida y desbordada pasión por los libros. Pero no por todos los libros, sino por aquellos libros que eran capaces de ofrecer al lector una historia que aguijoneara la curiosidad del lector, arrastrándolo y despertando  su deseo de leer hasta final.

Teorizar sobre la lectura es un poco teorizar sobre el hecho de escribir y en ese sentido Daniel Pennac asume el reto. Su obra "El cuarteto de Beleville" trata de enganchar al lector en una narrativa de ritmo rápido y diálogos veloces. Sobre el cuarteto Daniel Pennac especifica: "Son 1.500 páginas consagradas a las movidas aventuras de Benjamin Malausséne, chivo expiatorio profesional".
Pennac recrea un ámbito popular parisiense llamado Belleville, donde ocurren una serie de hechos estrambóticos. Compuesta por cuatro novelas que utilizan cierta estructura policial, pero cuyos argumentos, bastante absurdos y plenos de situaciones risibles, entre lo mágico y lo disparatado, que narran la vida y los hechos de Benjamin Malaussène. De hecho la primera novela del cuarteto, "La felicidad de los ogros" se publicó en una colección de serie negra. El éxito inusitado que obtuvo el libro decidió a los editores sacarla de la colección, reimprimirla y darle una proyección más amplia entre lectores con requerimientos literarios menos caprichosos y limitados. Sobre este particular Paco Marín escribe: "Personalmente no veo los motivos para hacerlo: hay algo de popular y de canalla en los libros de Pennac que encaja bien en su presentación como apuesta de género, y no hay nada de provocador en obligar a los lectores cultos a buscar nuevos autores entre series de entretenimientos; al fin y al cabo, un lector también es un investigador".

Los otros libros que conforman el cuarteto son: "El hada carabina", "La pequeña vendedora de prosa" y "El señor Malaussène". Son libros de fáciles lecturas y como dice Paco Marín, "Benjamin Malaussène puede salvarle una mala tarde a cualquiera ya que no es un héroe previsible, ni cocinado sin gracia".

Las novelas del "Cuarteto de Belleville" pueden leerse por separado. En cada una de ellas hay una violenta ternura, hay juego, humor y un entusiasmo por esos personajes estrafalarios, movidos por sus sentimientos y sus ideas un tanto extravagantes sobre la vida y la muerte. Si me apuran demasiado diría que Belleville es un Macondo suburvial, caótico y donde puede pasar lo insólito como si nada. No obstante la escritura de Pennac esta mas cerca de Raymond Queneau que de García Marquez. Aunque en las novelas del Cuarteto desfilen personajes lustrosos de realismo mágico como Jeremy, el pirómano; el pequeño al que todo sus sueños se le hacen realidad; Clara, la fotógrafa que todo lo visualiza a través de una máquina; Thérese, que predice el futuro con sólo ver la borra del café y otras serie de personajes ricos de paradojas e irrealidad.

Daniel Pennac se esfuerza en recuperar el sentido amable y claro de contar una historia, de narrar un cuento sin alardes retóricos, donde los personajes armen la historia con sus pasiones y locuras. Pennac encara la narración sin recurrir a manidos artilugios sintácticos, o cualquier otro malabarismo de corte experimental. Él mismo lo ha explicado en una entrevista: "Creo que en la literatura hay que recurrir a la estrategia de la narración. Soy muy artesanal, un narrador, un contador de cuentos y creo en la necesidad de la anécdota en la literatura, como se cree en el oxigeno de la atmósfera. Para mí esta muy claro, cuento mis historias de forma estructurada, y dicha estructura es deliberadamente artificial, se separa de la realidad…" Esta separación de lo real, de la que habla Pennac, le permite como autor mover a sus personajes en un plano que roza lo surrealista. En lo particular he leído "La Felicidad de los ogros" y "El señor Malaussène" y en verdad se disfruta en el relato de una atmósfera absurda y maravillosa. También  se  leen  con  facilidad  estas novelas por el estilo narrativo escueto, preciso y pleno de ágiles diálogos y en el cual  lo grotesco y  lo pintoresco(o hermoso) siempre  salpican al lector.

Como otros tantos escritores Pennac,  recurre para armar la trama de sus novelas a los resortes y al estilo de las novelas policiales: anécdota sencilla, crimen, investigación, sospechosos y mucho jaleo existencial con bombas y todo. Con respecto a la trama, en clave policiaca, de sus novelas Pennac ha expresado: "Para un lector no experimentado aporta una cierta comodidad, la cual no es nada desdeñable. Por otra parte, tanto lo que podríamos llamar novela policiaca en general, como la novela negra en particular, tienen una estructura muy interesante. A mí siempre me ha parecido que eran los cuentos para adultos. El autor salva continuamente a sus personajes y actúa como el hada con su varita mágica".

Daniel Pennac es un escritor que vale la pena descubrir, para recuperar ese placer de leer una historia lineal, sin complicaciones estilísticas en la que abunda el diálogo directo, la descripción ágil y la utilización de un lenguaje con mucho color local, con bastante sabor a barrio y a jerga callejera. Las novelas de Pennac son un viaje trepidante, son en suma una especie de vuelta en la montaña rusa del relato ameno, vital, humano y extravagante
.

Un artículo de Carlos Yusti

Un tesoro de ambigüedad. Análisis de la isla del Tesoro, de Stevenson

Rescatamos hoy un artículo de Fernando Savater sobre esta maravillosa novela.



La narración más pura que conozco, la que reúne con perfección más singular lo iniciático y lo épico, las sombras de la violencia y lo macabro con el fulgor incomparable de la audacia victoriosa , el perfume de la aventura marinera --que siempre es la aventura más perfecta, la aventura absoluta- con la sutil complejidad de la primera y decisiva elección moral, en una palabra, la historia más hermosa que jamás me han contado es La isla del tesoro. Raro es el año que no la releo al menos una vez; y nunca pasan más de seis meses sin haber pensado o soñado con ella. No es fácil acertar a señalar la raíz de la magia inagotable de este libro, pues como toda buena narración sólo quiere ser contada y vuelta contar, no explicada o comentada. Recalco que no digo que sea imposible comentarla o explicarla, sino que afirmo que no es eso lo que ella quiere, lo que pide a la generosidad de su oyente o lector. Nada más sencillo, empero, que señalar algunos de sus evidentes encantos parciales: la impecable sobriedad del estilo, el ritmo narrativo que parece resumir la perfección misma del arte de contar, el vigoroso diseño de los personajes, la sabia complejidad de una intriga extremadamente simple... Una primera lectura Podría dar la impresión de que es la historia de una figura fabulosa, John Silver; pero después se advierte que el personaje realmente desconcertante, el héroe en todos los sentidos del relato, es Jim Hawkins, cuya mirada fija en Silver es la que da a éste todo su enigma. Es tentador comparar la relación entre el grumete y el cocinero de la Hispaniola con la que une a Ismael y Ahab; pero sería erróneo considerarlas simétricas. Cierto es que tanto Ismael como Jim se ven obligados a realizar la elección ética fundamental ante la exhibición de energía indomable de los dos feroces cojos que les agobian; cierto es que Ahab y Silver pulverizan la blandura de la moral cotidiana, gremial, mostrando la realidad invulnerable de la auténtica voluntad libre y no menos cierto que ambos logran aterrorizar y repeler a los civilizados, enmadrados casi, Ismael y Jim. Pero aquí se acaba el aspecto positivo de la comparación, porque las reacciones de éstos son diametralmente opuestas ante el reto de sus fulminantes tentadores. Ismael elige desde el primer momento contra Ahab; su fascinada simpatía por el capitán del «Pequod» se basa precisamente en el nostálgico sentimiento de saberse lo opuesto a él; Ismael ama el mar como una alternativa terrible, pero excitante a su verdadero mundo cotidiano, la tierra; Ahab ignora la tierra, a la que no pertenece, y es el mar, el monstruo blanco y el profundo abismo. En el océano de Ahab, Ismael desaparece; sólo sale a flote un instante, para  contar su dicha anti-ahab de sobar la grata blandura de la esperma; cuando finalmente reaparece, es porque Ahab, la ballena y todo lo que ellos representan ha desaparecido en la propicia negrura de la memoria, desde la que comienza a contar: llamadme Ismael... Pero Jim. acepta el reto de Silver y combate en el terreno mismo del pirata; en realidad, como el cocinero cojo le recuerda, llega a ser el único verdadero bucanero, además de Silver: el dinámico cachorro de una raza extinta. Por eso Jim no se difumina al entrar en el peligroso terreno de los piratas -el mar, la isla sombría y pantanosa, las secretas profundidades de la goleta...-, sino que cobra más y más fuerza, se reafirma de narrador en protagonista, se cuenta a sí mismo (mientras que-Ismael cuenta a Ahab) y al final termina por desdoblarse: parte de él, del tesoro, se va con Silver y parte queda con los representantes del orden establecido... ¡Ah, aún más, pues el último pensamiento de Jim al final de la novela es para las barras de plata que aún permanecen en la isla y que, dice tranquilamente, «por mí, allí pueden quedarse! » Serenidad peligrosa, profundamente ambigua, como todo en esta desconcertante historia.


Esta radical ambigüedad es el secreto o, si se prefiere, el tesoro de este cuento impar. El mundo plurivalente de la adolescencia, es decir, el mundo del momento inmediatamente previo a la invención de la necesidad, alcanza aquí su más alta cristalización literaria (si se quiere, con exclusión de Otra vuelta a la tuerca, de Henry James). Nunca la vocación del juicio tajante y definitivo que el moralismo se cree siempre en condición de dictar se ha visto tan irremediablemente frustrada. John Silver, hipócrita, asesino y traidor, lucha por apoderarse de un tesoro que pertenece mucho más a los piratas que habían penado y padecido por ese oro que a los acomodados aventureros que tratan de hacerse con él a favor de las circunstancias. Su postura con Jim. es siempre perfectamente leal, incluso cuando le engaña, como lo fue la de la serpiente con Adán y Eva; finalmente le salva la vida, la vida de asesino Y ladrón que Jim ha decidido fabricarse en la isla de los bucaneros. La figura intrigante de Jim Hawkins acumula inacabables ambivalencias: espía que todo lo ve y todo lo oye, circula de un bando a otro en un tráfago vertiginoso y equívoco, incapaz de aquietarse en un campo, fiel solamente a su condición de prófugo, de infiltrado. Su igura aparentemente frágil se revela a cada paso como la más fuerte del relato, como la más hábil e implacable, pero también como evidentemente infantil; es el catalizador de la acción, el que tira de nuevo los dados cuando la historia se remansa en un aparente equilibrio, el acicate inexorable de la aventura. Y ¿qué diremos de otras paradojas menores, como la de ese Ben Gunn andrajoso y millonario, pirata arrepentido, espantapájaros que arbitra irremediablemente la situación? Es el más inepto y ridículo de los sicarios de Flint, pero el único capaz de hacerse pasar por Flint como voz espectral entre los árboles, porque es dueño de la herencia del pirata: ¡el verdadero legatario del capitán Flint es ese fantasma lamentable, al que sus compañeros no respetan ni muerto ni vivo! Y los dignísimos esquires Trelawney, doctor Lívesey y demás revelan una sospechosa aptitud para el fraude y la alianza más oportunista que oportuna, además de otros rasgos dé ética decididamente pragmática, como su avidez auténticamente filibustera por las riquezas ,.de la isla. Aunque no Puede decirse stricto sensu que nadie se salga de su papel (¿excepto Jim?) y todos respetan más o menos la convención de sus respectivas condiciones, el transcurrir de la historia se encarga de poner en solfa implícitamente la confianza que cada personaje deposita en su propia lógica. Todos saben hacer buenos discursos racionalizando su conducta, pero de vez en cuando se les escapa un pequeño suspiro revelador, como ese momento en que Trelawney, al iniciar la navegación hacia el tesoro, confiesa que admiraba al viejo Flint y que se alegraba de que fuera inglés...
La palabra «peripecia» viene de la griega peripetéia, que significa mudanza súbita de la fortuna, repentina vuelta de las tornas. En sentido etimológico, las peripecias de Jim y de John Silver son realmente vertiginosas. De buen hijo de una modesta familia, que ayuda a sus padres al mantenimiento del negocio familiar, Jim se convierte, insensiblemente, en confidente primero y luego atario de un viejo pirata de la' tripulación del gran Flint. Sin embargo, es cómplice de otro filibustero ciego que entrega al primero la «mota negra», ultimátum al estilo bucanero, y su forma de cobrar la herencia que implícitamente le corresponde se parece bastante al hurto. De aquí pasa a detonador de la expedición, al descubrir y hacer público el mapa del tesoro; la definitiva ruptura n su vida anterior se hace evidente cuando retorna a la posada despedirse de su madre y encuentra que ésta le ha sustituido por un chico de su misma edad para que la ayude en las faenas del albergue: ese intruso que ocupa su hueco en la normalidad le desarraiga definitivamente, le proyecta a la aventura. Se convierte en grumete de la Hispaniola y pinche del cocinero Silver, de quien se hace amigo y fiel oyente de las historias de piratas que le cuenta, en las que ya se prefiguran sus propios avatares. Pero él es quien espía y denuncia el complot de los filibusteros, agazapado en el barril de manzanas como si fuese el duende del barco, un poltergeist marinero... y silencioso. Desde que llegan a la isla del tesoro, Jim entra en frenesí de huidas: primero salta al bote de Silver, cuyo juego ha descubierto, escapando de los que se supone que forman su bando (Trelawney, Livesey, etc... ); en cuanto toca tierra, huye también de Silver y el resto de los piratas, para perderse solo por la isla. Encuentra al eremita Ben Gunn, cuya desconfianza ante este desconcertante tránsfuga hace eco del excitado malestar del lector por tan nada evidente comportamiento. Vuelve a incorporarse a sus antiguos compañeros los «legales» en el viejo fortín, guerrea con ellos como un soldado más y de nuevo los abandona subrepticiamente al caer la noche. ¿Cuál es su objetivo? ¡Apoderarse de la Hispaniola! El chico de la posada, el grumete, el espía, el amigo de Bill Bones y de John Silver, convertido decididamente en pirata se lanza al abordaje de la goleta. Y la conquista, y la timonea hasta una lejana cala y manda en ella: ya es el capitán Jim Hawkins. ¿De la Marina Real? Pese a que hace arriar la bandera negra, sus procedimientos son más bien de bucanero que de oficial de su Graciosa Majestad: dejémoslo en corsario, para ser justos. En cualquier caso, se revela como un capitán enérgico, que no vacila en matar al amotinado Isarel Hands para conservar su dominio en el buque conquistado. ¿Dónde está ahora el asustadizo y piadoso criado del Almirante Benbow? Vuelve al fortín y casualmente se encuentra en pleno campo pirata, de nuevo cómplice y confidente de John Silver. A la mañana siguiente, el doctor Livesey le reprocha amargamente su comportamiento y le exhorta a que huya con él, pese a la palabra de honor de no hacerlo que ha dado a Silver. Pero Jim se niega, no puede irse: él, que burla sin empacho todas las promesas de obediencia que hace al capitán Smollet y a Trelawney, concede obligatoriedad inexcusable al juramento hecho al pirata, acatando así implícitamente la omertá de los Hermanos de la Costa. Finalmente, es con John Silver con quien parte en busca del tesoro y cabe preguntarse qué habría sucedido si hubiese sido el filibustero quien encontrase el oro de Flint; en todo caso, la paciente rapacidad de Benn Gunn el solitario lo había puesto ya a buen recaudo, evitando quizá a Jim la ocasión de otra transformación más.
La figura de John Silver, por su parte, no padece menos peripecias. La primera ha ocurrido antes de que comience la narración y le ha llevado de cabo de mar del Walrus de Flint a tabernero de «El Catalejo», de Bristol, según sabremos al escuchar con Jim desde el barril de manzanas. De ahí pasará a cocinero de la Hispaniola, cargo «oficial» que simultanea con el de cabecilla del motín de piratas que se fragua en la goleta. Asesino implacable de los marineros leales al capitán Smollet, nada más llegar a la isla se arroga el título de «capitán» Silver, siendo, junto con Smollet mismo y Jim, el tercero con ese grado que aparece en uno u otro momento de la novela[1].  Pronto invierte los papeles y de ser el asaltante encarnizado del fortín, llega a convertirlo en su refugio, dejando a los «legales» el papel de merodeadores sin cuartel. Su ambigua postura de protección y utilización de Jim le enfrenta con el resto de los piratas, que le envían la mota negra; pero él sofoca la rebelión exhibiendo el mapa del tesoro que los «legales» le han concedido con sospechosa facilidad. ¿Cree realmente que tiene oportunidades de encontrar las riquezas de Flínt o cumple hasta el final el ritual de la búsqueda como un medio de librarse de sus peligrosos y decepcíonados compañeros, a los que lleva a una trampa? Lo cierto es que, en la emboscada final, él colabora con los «legales» matando al cabecilla del reciente amotinamiento contra su autoridad. Finalmente, Silver se incorpora tranquilamente de nuevo al grupo triunfador y responde a la interpelación de Smollet: «He vuelto a mi deber, señor», a lo que el capitán legal no sabe o no quiere contestar. Radicalmente transformado, incluso participa de la fiesta de despedida de la isla, como uno más de los vencedores: «Allí estaba Silver, sentado detrás, casi fuera del resplandor del fuego, pero comiendo con fiero apetito, solícito para acudir cuando algo faltaba y hasta participando, discretamente, de nuestras risas; el mismo suave, cortés y obsequioso marinero de nuestra primera travesía.» Todavía le queda por exhibir una última faceta, cuando huya con una modesta parte del tesoro, merced a la complicidad de Benn Gunn... y la tácita complacencia del resto de los «legales», felices de verse libres de él y de la problemática necesidad de juzgarle. Hay en el último capítulo un momento particularmente impresionante, cuando antes de zarpar definitivamente de la isla, la brisa nocturna trae hasta el doctor Livesey y Jim un rumor de risas o alaridos lejanos. Son los últimos piratas, que vagan espectrales por la isla, definitivamente mezclados con los restantes fantasmas de la tripulación de Flint. Sus gritos se deben a la embriaguez desesperada o al delirio de la fiebre, y el doctor Livesey se apiada de ellos e incluso piensa si su deber no será ofrecerles los servicios propios de su profesión. Silver, muy en su nuevo papel, como lo estuvo en todos los anteriores, le disuade de ello, pues aquellos hombres ni respetan la palabra dada, dice, ni entienden que otro la respete. Livesey le responde indignado que su caso no es precisamente diferente) a lo que Sílver nada replica, aunque la evidencia de la diferencia salta a la vista: Silver está allí y no con los espectros, lo que prueba que sabe muy bien a qué palabras hay que ser fiel... Sus antiguos compañeros debieron llegar también a esta misma conclusión, como refrenda significativamente que la bala que un pirata rabioso dispara contra la goleta que se aleja pase a pocas pulgadas sobre la cabeza de Silver.
Pero lo que intriga sumamente al lector reflexivo, al de segunda lectura (que no siempre es el mejor), es la relación entre Jim y John Sílver. Si algún psicoanalista se ha ocupado de esta novela, lo que ignoro, no habrá dejado de hacer notar que el relato se inaugura con la muerte del padre de Jim y se cierra con la desaparición de Silver, que oficia como imago paterna del muchacho durante toda la novela: vista así, toda la narración puede ser escuchada como una meditación sobre la orfandad o, si se prefiere, como esa aceptación de la soledad que señala la entrada del adolescente  en la edad adulta. Silver, indigno, pero estimulante, peligroso, pero también auxiliar si sabe conquistarse su ayuda, tan virtuoso de la hipocresía que llega a convertirla en una forma insólita de franqueza, es el padre que enseña a renunciar a los padres, el padre cuya asombrosa fuerza y libertad instaura una ley que rebate toda pretensión legisladora. Sólo por vía de su propia entrega a la más radical independencia y al coraje más incondicionado, conquista Jim, el derecho a ser ayudado y a ayudar a John Silver: a precio de valor y libertad vende el derecho a su complicidad al más fuerte. Pero no quiero hablar en un lenguaje que no es el mío y dejo las metáforas familiares para los profesionales de tales pasatiempos. Yo quisiera plantear el asunto en términos, por decirlo así, morales: Jim tiene que decidir si su campo es o no es el de los piratas o, por decirlo como brutalmente lo diría un niño: si John Silver es bueno o malo. Y aquí no vale retreparse en la beata superioridad del relativismo adulto, que ya sabe que según y c mo, mire usted, y que todos somos buenos y malos. Porque estamos en la más grande aventura, entre piratas y en peligro de muerte, con un incalculable tesoro en juego, y es preciso decidir bien o perecer en el empeño. Jim advierte que hay dos modos de hacer las cosas, dos modos contrapuestos -el del capitán Sinollet y el del capitán Silver- y que ambos son, bien jugados, capaces de insospechados recursos de fuerza y de admirables conquistas. Toda su educación primaria, todo el lenguaje que le ha sido dado, le inclina a respetar e imitar el del capitán Smollet, y a no buscar salvación fuera de él; pero, y éste es el argumento soterrado de la narración, los acontecimientos le proyectan al mundo de los piratas, brindándole la profunda tentación de la piratería, es decir, la insinuación de que para ganar un auténtico tesoro de filibustero hay que hacerse de algún modo filibustero. En este punto aparece John Silver, maestro de bucaneros, y le brinda gratuitamente su irresistible lección. El camino de Smollet no lleva al tesoro, no tiene ninguna relación de simpatía con el tesoro; el de Silver es la promesa constante de él. En último término, Silver se escapa con lo más precioso del tesoro, esto es, con el ánimo de Silver y su andadura: son riquezas que nadie puede robarle al pirata. Hay un momento crucial en el relato donde Jim y Silver se sinceran uno con otro, todo lo que sus respectivos papeles autorizan. Cuando Jim entra en el fortín tras esconder la Hispaniola y cae inesperadamente en manos de los piratas, creyéndose perdido proclama todas sus actividades contra ellos -espionaje desde el barril, robo de la goleta, etc...- y admite haber llevado la batuta del juego en todo momento, ofreciéndoles con singular desfachatez interceder por ellos si le perdonan la vida. Después, se dirige a Silver y le dice lo siguiente:
«Y ahora, señor Silver, yo creo que es usted aquí el que más vale, y si las cosas vinieran a lo peor, yo le agradecería que hiciese saber al doctor la manera como he tomado esto.»
«Lo tendré en la memoria -dijo Silver, con un tono tan raro que no podía yo deducir, con todo mi empeño, si se estaba riendo de mi petición o si mi valentía le había llegado a impresionar favorablemente.
Este breve diálogo es particularmente significativo. Jim. acaba de exponer su comportamiento piratesco, su reválida de las enseñanzas de Silver y pide a éste, que es el más indicado para comprenderle, que explique a los «legales» la inevitabilidad de tal comportamiento dada la empresa en que se habían empeñado: si se quería vivir realmente la búsqueda del tesoro, había que vivirla como un pirata. Ahora bien, Jim, que ha probado suficientemente a Silver y a sí mismo sus aptitudes de filibustero, se ha ganado también realmente, no como resentimiento o timidez, el derecho a rechazar la piratería, que es lo que hace solemnemente en ese momento e incluso ofrece a quienes le escuchan la posibilidad del arrepentimiento. Desde ese momento, Jim comienza a desentenderse del tesoro, hasta su declaración final de que nada del mundo le haría volver a buscar el resto de las riquezas escondidas en la isla. Su prueba ya ha pasado, su elección está hecha. ¿0 no ... ? Porque aún escruta a Silver para ver si se burla o aprueba su proceder; porque no huirá al día siguiente con el doctor, para no faltar a la palabra dada al pirata; porque, a fin de cuentas, ¿qué hubiera pasado si fuese John Silver quien llegase a encontrar el tesoro? Ni Stevenson ni nadie puede saberlo; afortunadamente, la narración no tiene otra determinación definitiva que los hechos mismos que la forman y que permanecen hasta el final reacios a cualquier interpretación concluyente.
En resumen, yo he leído y leo La isla del tesoro, como una reflexión sobre la audacia. Jim Hawinks es, indudablemente, audaz desde su primera aparición en la novela, pero por sí mismo no sería capaz de explorar todos los aspectos de su don, sobre todo aquel momento transgresor sin el que no puede decirse que haya audacia verdadera. Esta es la virtud de John Silver: mostrarle a Jim el rostro demoníaco de la audacia. Y no cabe duda de que Jim aprovecha la lección sobradamente, sin retroceder ante ninguno de los aspectos violentos, rapaces o desoladores de la audacia demoníaca. Y esto hasta el final, hasta su domesticada y tranquilizadora incorporación definitiva a los «legales». También este repliegue es un gesto de audacia, quizá el mayor de todo el relato, el que se venía preparando esforzadamente en todas las peripecias anteriores. A fin de cuentas, ¿no es el mismo demoníaco John Silver quien le enseña a Jim las virtudes tácticas de la oportuna incorporación a lo legal? «Señor, he vuelto a mi deber». ¡Ah, viejo zorro y que incomparable audacia, que espléndida lección de libertad! ¡Desoladora y desengañada audacia de la libertad! Jim acepta el reto como un auténtico pirata, dispuesto a ir hasta el final de la aventura. En lucha sin cuartel, por astucia y muerte, ha conquistado el barco, la isla y el tesoro; ahora llega la prueba más difícil, la hora de la renuncia y tampoco flaquea su audacia en este trance. Ya puede desaparecer John Silver entre el tumulto del puerto, pues el juego ha sido jugado y bien jugado, hasta el final. Así la razón audaz ha impuesto su orden y quizá pronto Jim llegue a squire: pero el sueño, ay, el sueño es indomeñable. Allí sigue otra leyenda sin tregua. Allí rompe incesante la marejada contra los acantilados de la isla remota y la voz de loro del espectro sin reposo de Flínt continúa gritando: « ¡Piezas de a ocho! », « ¡Piezas de a ocho! », como si nos llamase de nuevo a la aventura.

miércoles, 2 de octubre de 2013

Escribir una novela para ahorrar en psicólogo. Técnica literaria



Ahora que se lleva tanto eso de la finalidad social de la literatura nos encontramos cada vez con más novelas en las que tenemos la impresión de que el autor las ha escrito para ahorrarse la minuta del psicólogo. Y la finalidad social de la literatura es otra cosa: se refiere a poner de manifiesto cuestiones y conflictos de índole social, no contarnos la vida del vecino cabrón, la madre gruñona y la suegra insoportable. Cuando de lo que se trata es de mirar el moquero después de sonarse (que es lo que hacen muchos de los aficionados a este género literario) ya hablamos de otra cosa.

La pregunta que debe hacerse el autor antes de abordar la elaboración de semejante bodrio es si el lector sentirá de algún modo la necesidad de que alguien le vomite encima sus frustraciones. Por que el verbo desahogarse requiere con demasiada frecuencia un sujeto pasivo al generalmente se ahoga. Porque si lo que tienes que decir es que te va muy mal y la vida te maltrata, a lo mejor es bueno para ti ponerlo pro escrito pero ,muy raramente será provechoso para el lector dedicar su tiempo de ocio a tus miserias.

Si aún así el autor no puede evitar comportarse como un llorica, al menos que sus personajes no sean clichés, tópicos manidos de gente que no aporta nada, no muestra un mínimo detalle distintivo y no deja al lector más salida que el regodeo, sin un mínimo resquicio a la reflexión.

Los personajes embrutecidos, en ambientes degradantes y situaciones miserables sólo pueden tener interés cuando la capacidad del autor para llegar más allá de eso permite recrear una especie de mitología. Cuando, como es frecuente, el autor se limita a cambiar de nombre a la gente que le cae mal, exagerar las miserias de su propia vida y vengarse de sus vecinos y conocidos, el lector se siente uno más de los damnficados.

Lo peor es que cuando el autor te pregunta lo que opinas de lo que ha escrito y le dices que nos has pasado de la página doce. Entonces es cuando te llama insensible. Y si son tres o cuatro los que opinan lo mismo, ya no cabe duda: es víctima de una conspiración.

Un poco de cuidado con estas cosas, por favor.,...