El que dijo que el infierno son los otros debía estar en medio de una cena familiar, una de esas cenas amplias como las que se celebran tras enterrar a una abuela.
Quizás sólo haya una cosa peor que no tener familia: tenerla y darte cuenta de que no perteneces a ella, de que no tienen nada que ver contigo.
¿Los quieres? Por supuesto, pero el tuyo es un cariño atávico, ancestral, de esos que provienen más de todo lo que evitas pensar que de lo que realmente has pensado sobre esa gente.
Y entonces llegan las navidades, por ejemplo, y los ves. Y por una vez decides reflexionar sobre el asunto. Excluyes del paquete a padres y hermanos, porque dejarlos dentro de la reflexión llevaría cien sesiones de psicoanálisis, y le echas un vistazo a los tíos y los primos, por ejemplo. Y resulta que no tienes nada que ver con ellos. Y resulta que toda esa gente es tan extraña como los marcianos de Orson Wells y que descienden de su platillo de cuando en vez para invadir tu mundo y llenarlos de perfumes que no te gustan, frases que te parecen ridículas, aspiraciones que no entiendes y sordidez que te ha costado años quitarte de encima.
¿Tienes algo que ver con todos esos? Pues resulta que sí. Porque resulta que muchos pertenecen a tu misma línea genética y el resto, la mayoría, son producto del mismo ambiente que te formó a ti. Resulta, y eso es lo que más te jode, que sus rostros te retratan más de lo que crees, que en ellos ves lo que no quieres ver en ti mismo, que son el reflejo de tu cara compuesto por un espejo cabrón que no atiende a razones.
Y te revelas. Y les sonríes. Y vuelves a tu casa pensando que menos mal que sólo los ves una o dos veces al año. Y te preguntas si de verdad es tu gente. Si de verdad tienes gente. Y si no valdrá la pena echarse al monte para no verla más.
Pero no vale la pena, porque puede escapar de ellos, pero no escaparás de ti mismo.
No lo conseguirás.
Avatares de un escitor y sus personajes. La literatura es una guerra de la que nadie se sale ileso..
miércoles, 25 de diciembre de 2013
viernes, 1 de noviembre de 2013
Cascársela ante el espejo y contar lo que sientes
Pues sí, perdonad que el título sea tan bestia, pero a eso se reduce buena parte de las novelas que he leído últimamente: un tipo cree que sus vivencias son muy importantes, y por si alguien duda de ello, lo remarca varias veces a lo largo del texto, diciendo que todos somos únicos y que cada ser humano es un universo de sensibilidad, con sus matices.
pues vale: cada ser humano es un Universo, pero la astronomía de unos interesa más que la de otros, y la astrofísica de la simpleza da, como mucho, para simplonerías, y no para novelas.
la trama de una novela no puede ser un largo recorrido por descripciones de lugares y personas, ni una narración en las que se nos cuentan las tonterías que alguien se le pasan por la cabeza.
Cuando al lector no le importa una mierda lo que va a pasar en la página siguiente, o aún peor, en las diez o cien páginas siguientes es que nos e ha creado trama alguna. la existencia de una trama se basa en la existencia de un conflicto que el lector se interesa por resolver o al menos por reflexionar.. La ausencia de conflicto es ausencia de trama y, por tanto, de novela.
Puede estar muy bien presentar al protagonista, y decirnos dónde vive, y contarnos su infancia, y acto seguido hablarnos de su madre, y de lo mal que lleva la menopausia, y de su padre, y de cómo se ha vuelto gordo cervecero, y de lo putilla que es su hermana pequeña, y de lo listo que es su perro, que lo entiende todo, pero si eso es todo lo que tiene que contarnos el autor, si no es capaz de llegar más allá del narcisismo de sus pequeñas venganzas (con nombre cambiado), de sus ajustes de cuentas y de sus absurdas obsesiones de personas sin importancia, la novela que escriba será eso: una novela sin importancia.
La novela debe ser universal. El localismo es un defecto grave. El localismo salvaje de un individuo con sus espinillas (aunque sean espirituales) ya es absolutamente insoportable.
pues vale: cada ser humano es un Universo, pero la astronomía de unos interesa más que la de otros, y la astrofísica de la simpleza da, como mucho, para simplonerías, y no para novelas.
la trama de una novela no puede ser un largo recorrido por descripciones de lugares y personas, ni una narración en las que se nos cuentan las tonterías que alguien se le pasan por la cabeza.
Cuando al lector no le importa una mierda lo que va a pasar en la página siguiente, o aún peor, en las diez o cien páginas siguientes es que nos e ha creado trama alguna. la existencia de una trama se basa en la existencia de un conflicto que el lector se interesa por resolver o al menos por reflexionar.. La ausencia de conflicto es ausencia de trama y, por tanto, de novela.
Puede estar muy bien presentar al protagonista, y decirnos dónde vive, y contarnos su infancia, y acto seguido hablarnos de su madre, y de lo mal que lleva la menopausia, y de su padre, y de cómo se ha vuelto gordo cervecero, y de lo putilla que es su hermana pequeña, y de lo listo que es su perro, que lo entiende todo, pero si eso es todo lo que tiene que contarnos el autor, si no es capaz de llegar más allá del narcisismo de sus pequeñas venganzas (con nombre cambiado), de sus ajustes de cuentas y de sus absurdas obsesiones de personas sin importancia, la novela que escriba será eso: una novela sin importancia.
La novela debe ser universal. El localismo es un defecto grave. El localismo salvaje de un individuo con sus espinillas (aunque sean espirituales) ya es absolutamente insoportable.
sábado, 19 de octubre de 2013
DANIEL PENNAC, COMO UN NOVELISTA
Uno de los dos primeros libros publicados por el escritor francés Daniel Pennac fue un pequeño ensayo, algo inusual por su risueña irreverencia, sobre esa grata ocupación que es el buen leer titulado "Como una novela". En el breve libro Pennac, desechando cualquier alarde erudito, esquivo y enrevesado, a la que nos tienen acostumbrados los anacrónicos estructuralistas y demás grey de críticos franceses, intenta enumerar las razones por las cuales debemos convertir la lectura en una aventura incierta, la cual debe vivirse como si se tratara de una novela, avanzando siempre con la curiosidad necesaria de averiguar que nos depararan las páginas escritas más adelante.
El texto de "Como una novela", brindó a Pennac cierta popularidad debido, quizá, a que su interlocutor inmediato era el lector común. Pennac se metía en los zapatos de un lector voraz, echando mano a su propia experiencia lectora. De esta manera iba postulando sus observaciones llenas de amenidad, humor y clara sencillez: "La lectura, ¿acto de comunicación? ¡Otra buena broma de los comentadores!. Lo que leemos lo callamos. El placer del libro leído casi siempre lo guardamos en el secreto de nuestros celos. Sea porque no vemos en ello materia para el discurso, sea porque, antes de poder decir una palabra sobre él, tenemos que dejar que el tiempo haga su delicioso trabajo de destilación. Ese silencio es el garante de nuestra intimidad. Ya leímos el libro pero todavía estamos en él. Su sola evocación abre un refugio a nuestras repulsas. Nos preserva del Gran Exterior. Nos ofrece un observatorio colocado muy por encima de los paisajes contingentes. Leímos y nos callamos. Nos callamos porque leímos". Este pasaje extraído del libro demuestra que Pennac sólo buscaba reivindicar el hecho de leer, sin otro propósito que la curiosidad y el placer. El librito pecaba, no obstante, de una sentida y desbordada pasión por los libros. Pero no por todos los libros, sino por aquellos libros que eran capaces de ofrecer al lector una historia que aguijoneara la curiosidad del lector, arrastrándolo y despertando su deseo de leer hasta final.
Teorizar sobre la lectura es un poco teorizar sobre el hecho de escribir y en ese sentido Daniel Pennac asume el reto. Su obra "El cuarteto de Beleville" trata de enganchar al lector en una narrativa de ritmo rápido y diálogos veloces. Sobre el cuarteto Daniel Pennac especifica: "Son 1.500 páginas consagradas a las movidas aventuras de Benjamin Malausséne, chivo expiatorio profesional".
Pennac recrea un ámbito popular parisiense llamado Belleville, donde ocurren una serie de hechos estrambóticos. Compuesta por cuatro novelas que utilizan cierta estructura policial, pero cuyos argumentos, bastante absurdos y plenos de situaciones risibles, entre lo mágico y lo disparatado, que narran la vida y los hechos de Benjamin Malaussène. De hecho la primera novela del cuarteto, "La felicidad de los ogros" se publicó en una colección de serie negra. El éxito inusitado que obtuvo el libro decidió a los editores sacarla de la colección, reimprimirla y darle una proyección más amplia entre lectores con requerimientos literarios menos caprichosos y limitados. Sobre este particular Paco Marín escribe: "Personalmente no veo los motivos para hacerlo: hay algo de popular y de canalla en los libros de Pennac que encaja bien en su presentación como apuesta de género, y no hay nada de provocador en obligar a los lectores cultos a buscar nuevos autores entre series de entretenimientos; al fin y al cabo, un lector también es un investigador".
Los otros libros que conforman el cuarteto son: "El hada carabina", "La pequeña vendedora de prosa" y "El señor Malaussène". Son libros de fáciles lecturas y como dice Paco Marín, "Benjamin Malaussène puede salvarle una mala tarde a cualquiera ya que no es un héroe previsible, ni cocinado sin gracia".
Las novelas del "Cuarteto de Belleville" pueden leerse por separado. En cada una de ellas hay una violenta ternura, hay juego, humor y un entusiasmo por esos personajes estrafalarios, movidos por sus sentimientos y sus ideas un tanto extravagantes sobre la vida y la muerte. Si me apuran demasiado diría que Belleville es un Macondo suburvial, caótico y donde puede pasar lo insólito como si nada. No obstante la escritura de Pennac esta mas cerca de Raymond Queneau que de García Marquez. Aunque en las novelas del Cuarteto desfilen personajes lustrosos de realismo mágico como Jeremy, el pirómano; el pequeño al que todo sus sueños se le hacen realidad; Clara, la fotógrafa que todo lo visualiza a través de una máquina; Thérese, que predice el futuro con sólo ver la borra del café y otras serie de personajes ricos de paradojas e irrealidad.
Daniel Pennac se esfuerza en recuperar el sentido amable y claro de contar una historia, de narrar un cuento sin alardes retóricos, donde los personajes armen la historia con sus pasiones y locuras. Pennac encara la narración sin recurrir a manidos artilugios sintácticos, o cualquier otro malabarismo de corte experimental. Él mismo lo ha explicado en una entrevista: "Creo que en la literatura hay que recurrir a la estrategia de la narración. Soy muy artesanal, un narrador, un contador de cuentos y creo en la necesidad de la anécdota en la literatura, como se cree en el oxigeno de la atmósfera. Para mí esta muy claro, cuento mis historias de forma estructurada, y dicha estructura es deliberadamente artificial, se separa de la realidad…" Esta separación de lo real, de la que habla Pennac, le permite como autor mover a sus personajes en un plano que roza lo surrealista. En lo particular he leído "La Felicidad de los ogros" y "El señor Malaussène" y en verdad se disfruta en el relato de una atmósfera absurda y maravillosa. También se leen con facilidad estas novelas por el estilo narrativo escueto, preciso y pleno de ágiles diálogos y en el cual lo grotesco y lo pintoresco(o hermoso) siempre salpican al lector.
Como otros tantos escritores Pennac, recurre para armar la trama de sus novelas a los resortes y al estilo de las novelas policiales: anécdota sencilla, crimen, investigación, sospechosos y mucho jaleo existencial con bombas y todo. Con respecto a la trama, en clave policiaca, de sus novelas Pennac ha expresado: "Para un lector no experimentado aporta una cierta comodidad, la cual no es nada desdeñable. Por otra parte, tanto lo que podríamos llamar novela policiaca en general, como la novela negra en particular, tienen una estructura muy interesante. A mí siempre me ha parecido que eran los cuentos para adultos. El autor salva continuamente a sus personajes y actúa como el hada con su varita mágica".
Daniel Pennac es un escritor que vale la pena descubrir, para recuperar ese placer de leer una historia lineal, sin complicaciones estilísticas en la que abunda el diálogo directo, la descripción ágil y la utilización de un lenguaje con mucho color local, con bastante sabor a barrio y a jerga callejera. Las novelas de Pennac son un viaje trepidante, son en suma una especie de vuelta en la montaña rusa del relato ameno, vital, humano y extravagante.
Un artículo de Carlos Yusti
Un tesoro de ambigüedad. Análisis de la isla del Tesoro, de Stevenson
Rescatamos hoy un artículo de Fernando Savater sobre esta maravillosa novela.
La narración más pura que conozco, la que reúne con perfección más singular lo iniciático y lo épico, las sombras de la violencia y lo macabro con el fulgor incomparable de la audacia victoriosa , el perfume de la aventura marinera --que siempre es la aventura más perfecta, la aventura absoluta- con la sutil complejidad de la primera y decisiva elección moral, en una palabra, la historia más hermosa que jamás me han contado es La isla del tesoro. Raro es el año que no la releo al menos una vez; y nunca pasan más de seis meses sin haber pensado o soñado con ella. No es fácil acertar a señalar la raíz de la magia inagotable de este libro, pues como toda buena narración sólo quiere ser contada y vuelta contar, no explicada o comentada. Recalco que no digo que sea imposible comentarla o explicarla, sino que afirmo que no es eso lo que ella quiere, lo que pide a la generosidad de su oyente o lector. Nada más sencillo, empero, que señalar algunos de sus evidentes encantos parciales: la impecable sobriedad del estilo, el ritmo narrativo que parece resumir la perfección misma del arte de contar, el vigoroso diseño de los personajes, la sabia complejidad de una intriga extremadamente simple... Una primera lectura Podría dar la impresión de que es la historia de una figura fabulosa, John Silver; pero después se advierte que el personaje realmente desconcertante, el héroe en todos los sentidos del relato, es Jim Hawkins, cuya mirada fija en Silver es la que da a éste todo su enigma. Es tentador comparar la relación entre el grumete y el cocinero de la Hispaniola con la que une a Ismael y Ahab; pero sería erróneo considerarlas simétricas. Cierto es que tanto Ismael como Jim se ven obligados a realizar la elección ética fundamental ante la exhibición de energía indomable de los dos feroces cojos que les agobian; cierto es que Ahab y Silver pulverizan la blandura de la moral cotidiana, gremial, mostrando la realidad invulnerable de la auténtica voluntad libre y no menos cierto que ambos logran aterrorizar y repeler a los civilizados, enmadrados casi, Ismael y Jim. Pero aquí se acaba el aspecto positivo de la comparación, porque las reacciones de éstos son diametralmente opuestas ante el reto de sus fulminantes tentadores. Ismael elige desde el primer momento contra Ahab; su fascinada simpatía por el capitán del «Pequod» se basa precisamente en el nostálgico sentimiento de saberse lo opuesto a él; Ismael ama el mar como una alternativa terrible, pero excitante a su verdadero mundo cotidiano, la tierra; Ahab ignora la tierra, a la que no pertenece, y es el mar, el monstruo blanco y el profundo abismo. En el océano de Ahab, Ismael desaparece; sólo sale a flote un instante, para contar su dicha anti-ahab de sobar la grata blandura de la esperma; cuando finalmente reaparece, es porque Ahab, la ballena y todo lo que ellos representan ha desaparecido en la propicia negrura de la memoria, desde la que comienza a contar: llamadme Ismael... Pero Jim. acepta el reto de Silver y combate en el terreno mismo del pirata; en realidad, como el cocinero cojo le recuerda, llega a ser el único verdadero bucanero, además de Silver: el dinámico cachorro de una raza extinta. Por eso Jim no se difumina al entrar en el peligroso terreno de los piratas -el mar, la isla sombría y pantanosa, las secretas profundidades de la goleta...-, sino que cobra más y más fuerza, se reafirma de narrador en protagonista, se cuenta a sí mismo (mientras que-Ismael cuenta a Ahab) y al final termina por desdoblarse: parte de él, del tesoro, se va con Silver y parte queda con los representantes del orden establecido... ¡Ah, aún más, pues el último pensamiento de Jim al final de la novela es para las barras de plata que aún permanecen en la isla y que, dice tranquilamente, «por mí, allí pueden quedarse! » Serenidad peligrosa, profundamente ambigua, como todo en esta desconcertante historia.
miércoles, 2 de octubre de 2013
Escribir una novela para ahorrar en psicólogo. Técnica literaria
Ahora que se lleva tanto eso de la finalidad social de la literatura nos encontramos cada vez con más novelas en las que tenemos la impresión de que el autor las ha escrito para ahorrarse la minuta del psicólogo. Y la finalidad social de la literatura es otra cosa: se refiere a poner de manifiesto cuestiones y conflictos de índole social, no contarnos la vida del vecino cabrón, la madre gruñona y la suegra insoportable. Cuando de lo que se trata es de mirar el moquero después de sonarse (que es lo que hacen muchos de los aficionados a este género literario) ya hablamos de otra cosa.
La pregunta que debe hacerse el autor antes de abordar la elaboración de semejante bodrio es si el lector sentirá de algún modo la necesidad de que alguien le vomite encima sus frustraciones. Por que el verbo desahogarse requiere con demasiada frecuencia un sujeto pasivo al generalmente se ahoga. Porque si lo que tienes que decir es que te va muy mal y la vida te maltrata, a lo mejor es bueno para ti ponerlo pro escrito pero ,muy raramente será provechoso para el lector dedicar su tiempo de ocio a tus miserias.
Si aún así el autor no puede evitar comportarse como un llorica, al menos que sus personajes no sean clichés, tópicos manidos de gente que no aporta nada, no muestra un mínimo detalle distintivo y no deja al lector más salida que el regodeo, sin un mínimo resquicio a la reflexión.
Los personajes embrutecidos, en ambientes degradantes y situaciones miserables sólo pueden tener interés cuando la capacidad del autor para llegar más allá de eso permite recrear una especie de mitología. Cuando, como es frecuente, el autor se limita a cambiar de nombre a la gente que le cae mal, exagerar las miserias de su propia vida y vengarse de sus vecinos y conocidos, el lector se siente uno más de los damnficados.
Lo peor es que cuando el autor te pregunta lo que opinas de lo que ha escrito y le dices que nos has pasado de la página doce. Entonces es cuando te llama insensible. Y si son tres o cuatro los que opinan lo mismo, ya no cabe duda: es víctima de una conspiración.
Un poco de cuidado con estas cosas, por favor.,...
domingo, 22 de septiembre de 2013
El guiri que mató una novela. Técnica literaria
Si los andaluces no cecean por escrito,( y no lo hacen), los alemanes y los rusos tampoco arrastran las erres. |
El lector agradece que se le recuerde que está leyendo las palabras de un extranjero, pero eso se puede acotar tras el guión del diálogo, o limitarse a un par de extrañezas en el modo de hablar, sin necesidad de abusar de la capacidad criptográfica del que está leyendo.
El mayor peligro al hacer hablar a un extranjero es caer en la caricatura, o peor aún, en el humorismo que desvirtúe lo que queremos que el extranjero diga. Si va a mezclar palabras de su propio idioma con las del nuestro, hay que evitar que desconozca en castellano justamente las primeras palabras que aprendería. Es una ridiculez que tu chica diga, "tráeme las medias de encima de la cómoda. Mercí." Sabe decir medias, sabe decir encima y sabe decir cómoda, pero no sabe decir gracias. Venga, hombre, no me jorobes...
La mayor parte de las veces, este tipo de párrafos muestran más la ignorancia del autor que la de su personaje. O aún más grave: las ganas del autor de demostrar que chapurrea no sé qué lengua, y que encima la chapurrea mal.
El otro extremo, que también lo he visto, es el personaje que no es capaz de entenderse con nadie, que está infiltrado en un país extranjero, y que de pronto rompe a hablar con su confidente o con el interrogador como si hubiera sido alcanzado por el don de lenguas. Un tipo que no habla tu idioma en la página treinta sigue sin hablarlo en la páginas trescientos, a no ser que haya pasado año y pico como mínimo. Si no, el lector acaba pensando que más que espía o asesino a sueldo debería ser intérprete de la ONU.
Por tanto, y como consejo, demos por hecho que todo el mundo habla de todo o no habla nada en absoluto, y pelillos a la mar.
Cualquier otra opción es complicarse la vida.
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