miércoles, 25 de diciembre de 2013

La jodida familia

El que dijo que el infierno son los otros debía estar en medio de una cena familiar, una de esas cenas amplias como las que se celebran tras enterrar a una abuela.

Quizás sólo haya una cosa peor que no tener familia: tenerla y darte cuenta de que no perteneces a ella, de que no tienen nada que ver contigo.

¿Los quieres? Por supuesto, pero el tuyo es un cariño atávico, ancestral, de esos que provienen más de todo lo que evitas pensar que de lo que realmente has pensado sobre esa gente.

Y entonces llegan las navidades, por ejemplo, y los ves. Y por una vez decides reflexionar sobre el asunto. Excluyes del paquete a padres y hermanos, porque dejarlos dentro de la reflexión llevaría cien sesiones de psicoanálisis, y le echas un vistazo a los tíos y los primos, por ejemplo. Y resulta que no tienes nada que ver con ellos. Y resulta que toda esa gente es tan extraña como los marcianos de Orson Wells y que descienden de su platillo de cuando en vez para invadir tu mundo y llenarlos de perfumes que no te gustan, frases que te parecen ridículas, aspiraciones que no entiendes y sordidez que te ha costado años quitarte de encima.

¿Tienes algo que ver con todos esos? Pues resulta que sí. Porque resulta que muchos pertenecen a tu misma línea genética y el resto, la mayoría, son producto del mismo ambiente que te formó a ti. Resulta, y eso es lo que más te jode, que sus rostros te retratan más de lo que crees, que en ellos ves lo que no quieres ver en ti mismo, que son el reflejo de tu cara compuesto por un espejo cabrón que no atiende a razones.

Y te revelas. Y les sonríes. Y vuelves a tu casa pensando que menos mal que sólo los ves una o dos veces al año. Y te preguntas si de verdad es tu gente. Si de verdad tienes gente. Y si no valdrá la pena echarse al monte para no verla más.

Pero no vale la pena, porque puede escapar de ellos, pero no escaparás de ti mismo.
No lo conseguirás.